1. El “deber” del arte en tiempos de violencia
En uno de sus cuentos publicado originalmente en 1955 titulado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, Gabriel García Márquez narra la situación de una lluvia tempestuosa e incesante que trastocó la noción del tiempo de los habitantes de Macondo, trastorno su manera convencional de sentir y de percibir, como también reconfiguró su cotidianidad y su forma material de vivir. Ni los objetos aparentemente inertes quedaron a salvo de la furia natural de la lluvia diluviana, ni los enseres de la casa ni los cadáveres sepultados del cementerio del pueblo se salvaron de las aguas torrenciales. La metáfora de la lluvia resulta curiosa, ya que se trata de un fenómeno natural necesario para la subsistencia, pero cuando esta adquiere magnitudes estrafalarias, refleja su un enorme potencial destructivo. ¿Por qué empezar por aquí? Precisamente, este cuento corresponde al llamado “año del desangre” y refleja narrativamente la agudización de la violencia política de mediados del siglo XX. ¿Cómo? La incesante lluvia es la metáfora perfecta de la violencia.
En otras palabras, la violencia se convierte en cuento, a través de la aparente inutilidad de tantos episodios de sangre y muerte (Cobo Borda, 1997). No es azaroso decir que la violencia ha sido una de las constantes históricas de la realidad social y política colombiana, tanto como periodo histórico cronológicamente enmarcado, como aspecto idiosincrático por antonomasia con el cual se suele explicar las razones de que la nuestra sea una nación fragmentada y una sociedad dividida. Pero, no se trata de idealizar una supuesta armonía social en contraposición a la violencia política o anómica, sino de indicar los alcances que las diferentes expresiones de violencia en Colombia, tanto institucionales como para-institucionales, han conllevado al sistemático aniquilamiento de ciertos actores sociales, ha imposibilitado la configuración de un espacio de lo común y ha deteriorado las condiciones de posibilidad de todo modelo de gobierno democrático.
Uno de los casos históricos más emblemáticos y que encarna los problemas anteriormente citados es el conflicto armado colombiano, una conflagración bélica entre el Estado y su legítimo monopolio de la violencia y las distintas caras de la insurgencia armada guerrillera. No obstante, lo más interesante es que la agudeza de esta crisis social y política se expresó con mayor fuerza el pasado 02 de octubre del 2016 con la refrendación plebiscitaria del “NO” frente al Acuerdo de Paz pactado con las FARC-EP en La Habana, lo que pone en evidencia la pervivencia de la polarización política en el país. Una polarización que va más allá de los defensores de la paz y de los señores de la guerra, sino que da cuenta más bien del imaginario social que aún privilegia el consenso sobre el disenso y con ello reproduce la concepción del otro como aquel enemigo que se hace necesario eliminar preventivamente o silenciar con el fin de asegurar un determinado orden social.

Razones de este tipo fueron las que motivaron la intervención artística de Doris Salcedo el pasado 11 de octubre de 2016 en la Plaza de Bolívar y que llevó el nombre de Sumando ausencias. En dicha intervención de conmemoración simbólica y colectiva, tenía un lugar central la noción del duelo. En palabras de la artista: “la obra es una acción de duelo y nada, absolutamente nada, hay más humano que el duelo. En la devoción o en el desprecio que les conferimos a nuestras prácticas de duelo está definida nuestra humanidad. Por eso, veo mis obras como una topología del duelo”[1]. Que más apropiado que una acción de duelo para hacer visibles esas formas de violencia que, como la lluvia del monólogo de Isabel, han desbordado considerablemente nuestra propia cotidianidad. En otras palabras, ¿de qué manera la misma recurrencia y normalización de las formas de violencias nos han vuelto insensibles ante la misma? Los medios masivos de comunicación constantemente presentan imágenes alusivas a las víctimas de los diferentes enfrentamientos militares o pone de manifiesto esas otras formas de violencia cotidiana, esas que están asociadas a las prácticas criminales o delictivas, o incluso aquellas que operan en un ámbito mucho más distinto: el de lo simbólico, lo discursivo o en el registro de las formas de discriminación o de exclusión que no implica una coerción directa, sino una violencia mucho más matizada, sucinta o implícita. A partir de lo anterior, vale la pena preguntarse lo siguiente: ¿qué potencial político puede haber en el arte, especialmente en ese arte político que puede verse ejemplificado en la(s) obra(s) de Doris Salcedo?
[1] Orozco Tascón, Cecilia. (2016). “Quisiera que toda mi obra fuera una oración fúnebre”: Doris Salcedo. En: El Espectador. Consultado el 17 de Octubre de 2016. Recuperado de: http://www.elespectador.com/entrevista-de-cecilia-orozco/quisiera-toda-mi-obra-fuera-una-oracion-funebre-doris-s-articulo-660581

En general, la tesis que la presente reflexión busca demostrar es que la importancia política de las obras de arte puede apreciarse en la manera cómo sus dispositivos estéticos (escenificaciones, materializaciones, realizaciones) hacen posible la irrupción de un sensorium diferente y, con ello, hacen posible la problematización del régimen de sentido imperante en un momento dado. En dicha tesis puede advertirse una clara dependencia con los postulados del filósofo francés Jacques Rancière. Preguntarse por la efectividad política del arte puede resultar complicado por dos presuposiciones que claramente Rancière no comparte: por un lado, pensar lo artístico y lo estético anclados al régimen representativo del arte, donde la obra se concibe como imitación o degradación mimética de un original exterior a ella. Por otro lado, pensar que la relación entre estética y política se da en términos puramente instrumentales, donde una determinada agenda política hace uso de las obras de arte como medios de visibilización y difusión de sus contenidos ideológicos (v.g. el muralismo latinoamericanista, el constructivismo soviético o la propaganda nazi, entre otros).
En contraste con lo anterior, Rancière reapropia el sentido del término estética: no solo alude a la percepción de lo sensible, sino que implica cierta modalidad o reparto de lo sensible (Rancière, 2009b, p. 1). ¿A qué se alude con el reparto de lo sensible y por qué parece asociarse a un régimen de sentido? Un determinado reparto de lo sensible alude (1) a una cierta configuración de lo dado, (2) a una relación entre diferentes sentidos configurados, relación que puede ser de convergencia o de divergencia, (3) y a la manera cómo dichas relaciones establecen órdenes o jerarquizaciones específicas (Ibídem, p. 2). Por lo tanto, la preponderancia de cierto reparto de lo sensible da cuenta de una manera hegemónica de comprender y de percibir las cosas, de moverse entre fronteras de sentido que establecen lo que puede ser mostrado y dan cuenta de lo que tiene sentido y lo que no. Es en este sentido que puede hablarse de un papel político de las obras de arte en tanto que irrumpen en dicho reparto de lo sensible y trastocan sus coordenadas de sentido establecidas al hacer posible la emergencia de nuevas experiencias estéticas, entendidas de una doble manera: en su sentido etimológico de aisthesis, en tanto experiencia sensible alternativa, y en su sentido kantiano, como condición de posibilidad de toda experiencia ulterior (con la salvedad de que ya no es trascendental, sino histórica y socialmente situada).
En relación a lo anterior, hablar de un “deber” del arte resulta complicado, ya que parece instrumentalizar el potencial comunicativo e intersubjetivo del arte y doblega su fuerza irruptora a favor de un contenido específico. Por lo tanto, no se habla del deber del arte en tanto se le prescribe una función social particular, sino que hace referencia más bien a una situación histórica concreta donde las diferentes creaciones e intervenciones artísticas han adquirido cierto protagonismo respecto a la manera cómo se reflexiona críticamente sobre la violencia en Colombia. Las obras de artistas colombianos como Beatriz González, Oscar Muñoz y la mencionada Doris Salcedo son solo algunos ejemplos de ello. Los dispositivos estéticos de sus diferentes intervenciones e instalaciones ponen de manifiesto la efectividad política de una acción disensual que desestabiliza la jerarquía afín a un particular reparto de lo sensible. Por lo tanto, no es solamente político aquel arte que se expresa partidario de algún contenido específico o pretende denunciar las condiciones de opresión o de dominación en un determinado contexto social, sino que su politicidad estriba en la capacidad que tiene de hacer aparecer otros marcos comprensión, otras formas de sensibilidad y maneras distintas de compartir experiencias comunes.
De igual manera, las sociedades democrático-liberales actuales han privilegiado formas específicas de actuación política y con ello han reducido su significación. Solo se habla de acción política si esta se articula discursivamente por medio de razones o de argumentos, o si se integra en los canales institucionalmente establecidos de participación política y cívica. En otras palabras, la acción política que se considera legítimamente como tal es aquella que opera dentro de cierto reparto de lo sensible y la preeminencia de este excluye otras formas de actuación política que no siguen estas especificaciones. Pensar la función política del arte en este sentido resulta particularmente diciente, ya que su efectividad se considera casi nula porque no puede ser fácilmente traducible a la lógica de sentido que impone el reparto imperante de lo sensible, o porque no implica una radical transformación de las condiciones de opresión y de exclusión por medio de un uso instrumental de la violencia orientado hacia ciertos fines de transformación radical del orden institucional existente.
La efectividad política de la obra de arte también puede considerarse por su propio simbolismo y la manera como éste interpela la sensibilidad misma del espectador. ¿Cómo dar cuenta de lo anterior? Uno de mis ejemplos favoritos es el de la artista y performer serbia Marina Abramovic en uno de sus performances titulado Balkan Baroque de 1997. En dicho performance, Abramovic procede a limpiar una enorme pila de huesos de ganado vacuno, limando los restos de carne de la osamenta mientras entona una canción popular que rememora su propia infancia. Durante cuatro días, la artista limpió aproximadamente 1500 huesos ubicados en dicha instalación. Como lo precisa Lauren Ross, la repetición constante de su acción aludía a la ritualidad misma de su performance, acción reiterativa que ayudaba a sacralizar el espacio, mucho más si tomamos en consideración la carga semántica que tiene los huesos, los restos cadavéricos y la sangre, todos asociadas a la ineluctable finitud de los seres vivos y que funcionan como metáforas vivaces de la muerte[1].

¿Qué connotación política moviliza este performance en particular? Su fuerza visual y su potencial interpelante se deben a que es una metáfora de la tragedia del exterminio masivo. La obra de arte no está determinada causalmente por su contexto histórico, pero sí se nutre de este. Lo anterior puede apreciarse en dicho performance: la historia particularmente violenta de Yugoslavia, con sus guerras de integración durante el mandato del mariscal Tito, sus guerras de secesión nacionalista a partir de 1991 y los diferentes genocidios étnicos realizados en 1995 durante la guerra de Bosnia. Todo el performance de Abramovic se encuentra atravesado por este registro histórico, el cual dimensiona su intervención artística y ante el cual su realización busca dar sentido. Pero, no se trata de un sentido inacabado, sino de un acto de remisión y de redención hacia las víctimas históricas de dichos enfrentamientos bélicos y formas sistemáticas de exterminio. Remisión en tanto hace presente lo que está ausente, redención en tanto procura retomar de su ostracismo pretérito a todas las víctimas a las que se les ha negado su propia historia. Hacerlas visibles es atender a los reclamos de sus voces silenciadas por la tortura y la fuerza. Las jerarquizaciones y ordenamientos asociadas a un determinado reparto de lo sensible imponen un sentido unívoco de la espacialidad y de la temporalidad. En tanto dispositivo estético, el performance de Abravimoc posibilita la irrupción de un nuevo sentido de la espacialidad y de la temporalidad: el primero como un lugar sacralizado por las prácticas de la artista y la carga semántica que acarrean, y el segundo porque implica un encuentro simbólico con el pasado y por ello necesariamente conllevan a una reescritura de la historia oficial y, más importante aún, se reafirma, como dice Rancière, la capacidad que tiene cada uno de tener historia (cfr. Rancière, 2014b, p. 78).
2. La irrupción del dispositivo estético y la desestabilización del sensorium oficial
Para Cadahia, el dispositivo estético “no funciona tanto como una red que captura, sino más bien como una experiencia sensible que resulta de la articulación de maneras de ver, decir y pensar” (Cadahia, 2016, p. 281). Los dispositivos estéticos no operan unidireccionalmente, sino que resultan de la interrelación constante entre las diferentes partes integrantes de una experiencia estética: los espectadores, la materialidad misma de la obra, los signos que apropia y los significados que busca transmitir con ellos, como también la presencia creadora de la figura del autor y el carácter emancipado del espectador que funge como intérprete de la obra. Luego de lo que Arthur Danto (1964) llamó la muerte del arte, se puso en evidencia el debilitamiento de ciertos cánones representacionalistas del arte y el hincapié se puso en la capacidad autorreflexiva de las creaciones artísticas. No puede negarse que hay creaciones artísticas enclaustradas en espacios institucionales o académicos, obras cuya apreciación no está abierta a todo el público y que dependen de ciertas intelectualidades para ser reconocidas como obras artísticas, ya que abrigan un sentido solemnizado institucionalmente o lo movilizan por medio de detalles formales o conceptuales. Por ello, no toda obra puede ser considerada abiertamente como política, aunque su dependencia directa a ciertas instancias institucionales da cuenta de su inserción a las coordenadas de sentido que impone el régimen de sentido con su complementario reparto de lo sensible.
El arte político, para Rancière, debe propender por finalidades emancipatorias: la irrupción del dispositivo de lo sensible debe hacer posible el cuestionamiento del reparto imperante de lo sensible y con ello la problematización del sensorium considerado como hegemónico en un contexto sociocultural e histórico determinado. No obstante, como lo precisa el propio Rancière: “las artes no prestan nunca a las empresas de dominación o de la emancipación más de lo que ellas pueden prestarles, es decir simplemente lo que tienen en común con ellas: posiciones y movimientos de cuerpos, funciones de la palabra, reparticiones de lo visible y de lo invisible” (Rancière, 2009a, p.19).
Las sociedades actuales hacen un uso cada vez más exhaustivo de la imagen y de los contenidos audiovisuales en general. Por ello, los medios masivos de comunicación divulgan y hegemonizan un sensorium concreto, una manera compartida de ver y de sentir, de apreciar y de experimentar. El consumo audiovisual al que constantemente estamos expuestos y la domesticación de los sentidos que este hace posible tiene considerables efectos políticos, aunque se piense lo contrario. Se reduce considerablemente la imaginación política, la capacidad de pensar en alternativas plausibles de pensar lo común y la relación con los otros. Se hace posible la reificación del estado de cosas vigente y se deteriora la libertad estética de crear cosas distintas, de materializar por medio de la práctica las ideas alternativas que fulguran en una mente perturbada por su propio presente. El dispositivo estético que moviliza una obra de arte en particular permite problematizar el sensorium y con ello posibilitar formas alternativas de sensibilidad y de expresión.
La fuerza de interpelación de la obra de arte de la que se habló anteriormente no se reduce únicamente al cuestionamiento que suscita en la mente de un espectador la obra que se antepone frente a este. Alude también al conjunto de disposiciones prácticas y afectivas que causa en su confrontación con un espectador: dicha experiencia es a posteriori y depende de la confluencia de la intervención artística con el espectador. Hay algo de acontecimental en la experiencia estética y en su afinidad política: que el dispositivo estético irrumpa en el sensorium desestabiliza el régimen de sentido dado. El acontecimiento reafirma nuevamente que un estado de cosas es siempre un paisaje de lo posible (cfr. Rancière, 2014a, p. 95). Que al dispositivo estético en su emergencia le sea propio un carácter acontecimental es lo que Didi-Huberman (2014, p. 51) indicó con la expresión “la imagen quema”: su potencial para trastocar formas hegemónicas de comprensión y para dislocar las fronteras que separan lo dado de lo posible.
Sin embargo, una pregunta persiste: ¿somos conscientes de los efectos políticos que tiene pensar las obras de arte y las intervenciones artísticas en su potencial irruptor o acontecimental? Una pregunta de este tipo parece reproducir dos afirmaciones problemáticas: por un lado, creer que el arte opera o tiene efectos de manera impersonal; y por el otro, parece privilegiar cierta inteligencia concreta, cierta manera específica de pensar que pueda advertir los detalles o contenidos implícitos en la obra artística y que evocan su significatividad política. Las imágenes artísticas adquieren efectividad política en la medida que hacen posible “la multiplicación y cruce de los poderes de producción de lo sensible” (Rancière, 2014b, p. 78). Esta afirmación sustenta la noción de que es la configuración de un determinado dispositivo de lo sensible lo que hace posibles nuevas formas de aparición y de mostración, formas distintas de sentir y de apreciar que hacen posible la configuración de un sensorium distinto. Creo que una manera de ejemplificar lo anterior es comparando dos formas de presentar estéticamente la violencia. Por un lado, la pintura homónima de Alejandro Obregón Violencia de 1962 y por el otro, la instalación de Alfredo Jaar titulada The Eyes of Gutete Emerita de 1996.

¿Por qué pueden considerarse ambas obras registros estéticos de la violencia? Sin duda, la pintura de Obregón parece una descripción más acertada en tanto representa el cuerpo mutilado de una mujer víctima de una muerte violenta. No se retrata la acción, pero si el resultado y, a partir de este hecho mortuorio y cadavérico, se puede inferir el trasfondo violento que la insinúa, a partir de la movilización figurativa y connotativa de diversos elementos expresivistas para dar cuenta de ello. Por su parte, la obra de Jaar invierte la manera habitual de apreciar la violencia a partir de la adecuación de un nuevo dispositivo estético: ya no se trata de contemplar desde la mirada del voyeur los estragos directos de la masacre y el extermino sobre los cuerpos de los habitantes de Rwanda. Ahora se trata de verse confrontado directamente con la mirada de una de las víctimas de dichas prácticas sistemáticas de exterminio desmesurado. Con la imagen de Jaar se redefine el escenario de irrupción de lo sensible: ya no se trata de una mera superficie sobre la cual se inscriben los hechos fortuitos, sino que apreciamos un cuerpo que piensa, sienta y actúa; un cuerpo que verifica constantemente la igualdad, que vive la desigualdad – como diría Rancière – en función de la igualdad.

¿En cuál de estos dispositivos estéticos logramos apreciar lo que Rancière llama una verificación de la igualdad? En la obra de Jaar se pretende romper con la teatralización de la violencia y los efectos subjetivadores que tiene sobre la manera cómo se visibiliza la víctima socialmente. Por lo tanto, hay una cierta verificación de la igualdad en tanto se procura mostrar a otro sin desconocer su agencia, su dimensión afectiva, su corporeidad y su manera auténtica de existir. En la obra de Obregón hay también un registro estético que desafía ciertos cánones estilísticos propios del régimen de la representatividad, en tanto procura hacer uso de elementos conceptuales y expresivistas propios de las vanguardias artísticas. No obstante, no se trata de considerar la obra de Jaar como superior a la de Obregón ni mucho menos considerar que la violencia está mejor expresada en una obra más que en la otra. Un fenómeno tan complejo y polifacético como lo es la violencia nunca se verá acabadamente representado en un dispositivo estético concreto. Pero, aquí no se trata concretamente de eso, sino más bien de poner en evidencia la manera como distintas prácticas artísticas hacen posible el afloramiento de distintas formas de sensorium, y con ello diferentes maneras de sentir, de percibir y de compartir experiencias con los demás. Incluso, si se trata de un fenómeno como el de la violencia, en su siniestro mutismo y monstruosa radicalidad.
3. De la muerte a la ausencia, del duelo a la presencia diferida
Hay un elemento común al fenómeno de la violencia en general, y a las intervenciones artísticas particularmente analizados hasta el momento (v.g. Salcedo, Abramovic, Obregón, Jaar). Se trata de la muerte y de la apreciación del arte como una forma específica de duelo. Antes del fracaso del “SÍ” en las urnas, escenarios posibles del post-acuerdo hacían especial énfasis en el rol de las diferentes disciplinas artísticas y sus propuestas en procesos de construcción de memoria, justicia restaurativa, reconciliación y reparación. Dicho optimismo frente al arte debe analizarse meticulosamente, a través del distanciamiento entre el oportunismo coyuntural de la efectividad política de determinados dispositivos estéticos. Precisamente, muchas de las implicaciones políticas del arte y de ciertos registros estéticos tienen que ver con procesos de construcción de memoria histórica o con formas de aparición de las víctimas, de tornar las ausencias en presencias diferidas. Un claro ejemplo de esto puede apreciarse en la obra de Oscar Muñoz, Aliento,de 1996. En palabras de Malagón-Kurka:
En Aliento Muñoz imprimió fotografías de personas desconocidas, sobre varios discos metálicos reflectivos usando un proceso serigráfico. Estas imágenes sólo aparecen en los discos cuando el espectador está muy cerca y respira sobre ellos. El hecho de que el artista haya utilizado fotografías de personas muertas hace evidente un contraste entre la irrupción del proceso vital que la muerte implica y el ciclo natural de la vida. (…) Muñoz afirma que la respiración implica una dualidad intrínseca a la vida: el proceso de inhalación/exhalación que nos mantiene vivos, inhalando aire al principio de nuestras vidas y exhalando por última vez al final de éstas. Entre estos dos momentos transcurre la vida. (Malagón-Kurka, 2010, pp. 125-126)

En dicha obra, el acto mismo de respirar convoca la metáfora del hálito que insufla la vida, una imagen recurrente tanto para el cristianismo en el génesis 2:7, cuando se habla del soplo de vida que Dios otorgó al hombre. O previamente, la concepción presocrática de Anaxímenes, quien veía en el aire el fundamento primero (arkhé) de todas las cosas. Con el acto de respirar sobre los espejos se hace patente la presencia diferida contenida en la serigrafía. Ausencia que resulta doble, ya que es momentánea mientras perdura la respiración y es constante en tanto da cuenta del retrato de una persona ya fallecida. Por ende, se trata de hacer visible lo que está ausente, así sea momentáneamente. Y, en esta exigencia, ya hay una irrupción sobre el sensorium: que se excluya a los muertos del espectro de lo visible en las sociedades es un efecto de los impactos de la violencia sobre la idiosincrasia colombiana y su imaginario social. En una sociedad donde cada vez es más imperativa la memoria (con los problemas que ello acarrea, por supuesto), este tipo de gestos dan cuenta del impacto del arte en nuestras prácticas cotidianas, en tanto problematizan el sensorium y los límites que establece un determinado reparto de lo sensible.
Tal y como lo precisaba Heidegger en Ser y Tiempo, la muerte se concibe como una estructura ontológico-existencial constitutiva del ser-ahí, en tanto da cuenta de su propia facticididad (el carácter propio de su existencia) y de su propia finitud (su determinación temporal). Pero, dicho ser-para-la-muerte nunca se da aisladamente, sino que es una experiencia que se da con y a partir de los otros. En otras palabras, nunca experimentamos la muerte solitariamente, sino que lo hacemos con-los-otros. Como lo menciona Heidegger: es cierto que la muerte se nos revela como pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los que quedan. Sin embargo, al sufrir esta pérdida, no se hace accesible en cuanto tal la pérdida-del-ser- que sufre el que muere. No experimentamos, en sentido propio, el morir de los otros, sino que, a lo sumo, solamente asistimos a él. (Heidegger, 2012, p. 256). En tanto existenciario, la experiencia de la muerte da cuenta de nuestro ser-con-los-otros (Mitdasein) y, por ello, ninguna muerte es indiferente al carácter ontológico del ser humano. ¿Qué es la ausencia del otro sino el recordatorio de mi propia finitud? Por ello, en algunas obras puede apreciarse un elemento ritual que involucra la rememoración colectiva de quienes están ausentes. Esa misma intención se pudo apreciar en Balkan Baroque como también en Sumando ausencias. La sacralidad que dichas intervenciones reflejan por medio de prácticas concretas reafirma su intención preliminar de considerarse formas de duelo.
En Noviembre 6 y 7 de Doris Salcedo realizada en el 2002, la artista colombiana suspendió 280 sillas sobre la fachada del Palacio de Justicia para conmemorar los 17 años del Holocausto del Palacio, fraguado inicialmente por militantes del M-19 y luego por la indiscriminada acción militar de las tropas del ejército nacional[1]. Las sillas son metáforas de la ausencia, de los desaparecidos o asesinados que ya no están para ocuparlas. Por último, la reciente realización de Sumando ausencias, por medio de la cual se buscó llenar toda la Plaza de Bolívar con retazos de los nombres de víctimas del conflicto armado grabados con ceniza y cocidos por medio de un gesto colectivo de reparación, de cicatrización de las ausencias en una forma simbólicamente consagrada de duelo. En ambas intervenciones la ausencia juega un papel central, ya que a partir de ella se permita traer a colación lo que ya no está.
[1] Revista Arcadia. Noviembre 6 y 7, Doris Salcedo. Recuperado de: http://www.revistaarcadia.com/impresa/especial-arcadia-100/articulo/arcadia-100-noviembre-6-y-7-doris-salcedo/35117 Consultado el 17 de octubre de 2016.

Como lo precisa Malagón-Kurka, el elemento común a las obras artísticas de Beatriz González (quien no se trabajó en el presente ensayo), de Oscar Muñoz y de Doris Salcedo es la idea del arte como presencia indéxica. En otras palabras, se trata de un algo que se muestra, pero que remite a otra cosa. En el caso de Sumando ausencias, los nombres propios escritos con cenizas son sustantivos propios que ya carecen de referente directo que es denotado por el signo lingüístico. Sin embargo, no por eso dejan de tener valor y por ello resulta tan importante la noción de indexicalidad que aquí se liga con la ausencia como forma de presencia diferida. Resulta extraño extrapolar elementos de la filosofía del lenguaje, pero permítaseme el intento. Kaplan entiende los demostrativos como indéxicales que requieren, para determinar sus respectivos referentes, de una demostración directa que los acompañe, por lo general se trata de un gesto ostensivo como un señalamiento (Kaplan, 2014, p. 62). La figura de la ausencia resulta clave en estas intervenciones porque, al igual que el demostrativo, es remisional. La obra de arte es el signo, la presencia indéxica, por medio de la cual se remite al contenido que no está presente: las numerosas ausencias humanas que el mismo gesto artístico busca evocar, que busca hacer presentes mediante las formas deícticas del aquí y del ahora, permite integrarlas a las coordenadas de visibilidad y de sensibilidad que hace posible la irrupción de un sensorium distinto posibilitado por el mismo dispositivo estético.

En este sentido, la potencia estética de Sumando ausencias radica en su capacidad para transformar la ausencia en una forma de presencia que interpela tanto a la memoria como a la sensibilidad del espectador. Si, como sostiene Kaplan, los demostrativos requieren de una referencia ostensiva para anclar su significado, en la obra de Salcedo es el propio gesto artístico el que suple esta función: los nombres escritos con ceniza señalan aquello que ya no está, pero cuya evocación se vuelve ineludible. Así, la indexicalidad no solo opera como un recurso semiótico, sino como un mecanismo de inscripción en el espacio público de un duelo compartido, donde la desaparición no implica olvido, sino la reconfiguración de nuevas formas de visibilidad y experiencia estética.
4. Referencias bibliográficas
Cadahia, L. (2016). “Dispositivos estéticos y formas sensibles de la emancipación”. Ideas y Valores, 65 (161), pp. 267-285.
Cobo Borda, J. G. (1997). Para llegar a García Márquez. Santa Fe de Bogotá: Tercer Mundo.
Didi-Huberman, G. (2014). “La emoción no dice “yo”. Diez fragmentos sobre la libertad estética”. En: Didi-Huberman, Georges et al. Alfredo Jaar. El teatro de las imágenes. Santiago de Chile: Metales pesados editores.
Heidegger, M. (2012). Ser y Tiempo. Madrid: Editorial Trotta.
Kaplan, D. (2014). Los indéxicos y la semántica de Kaplan. Compilación e introducción de Maite Ezcurdia. México: UNAM.
Malagón-Kurka, M. M. (2010). Arte como presencia indéxica. La obra de tres artistas colombianos en tiempos de la violencia. Bogotá: Universidad de los Andes.
Rancière, J. (2009a). El reparto de lo sensible. Estética y política. Santiago de Chile: LOM Ediciones.
Rancière, J. (2009b). The Aesthetic Dimension: Aesthetics, Politics, and Knowledge. Critical Inquiry (36), pp. 1-19.
Rancière, J. (2014a). El método de la igualdad. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
Rancière, J. (2014b). “El teatro de imágenes”. En: Didi-Huberman, Georges et al. Alfredo Jaar. El teatro de las imágenes. Santiago de Chile: Metales pesados editores.

Particularmente, lo que más me llamó la atención del artículo fue el concepto de “sensorium”, ya que, en el contexto del arte contemporáneo, puede alterar nuestra forma de percibir el mundo, hacer emerger nuevos sentidos y, a través de su confrontación con el espectador, provocar una reflexión profunda, personalmente aprendí sobre un concepto que desconocía pero que sin duda va a ser de gran ayuda en futuras discusiones académicas. El segundo punto que me llamó la atención es que el arte puede ser una vía “común” por la cual se puede empezar a tener una visión crítica frente a diferentes contextos, siempre y cuando funcione como un agente político y emancipatorio.
Un artículo muy acertado para las personas que nos gusta el arte en todas sus múltiples expresiones.