Por: María Fernanda Artunduaga-Ospina, Sebastián González y Sheryl Guevara.
En el ejercicio de pensar la política no solo se forman ideas, también se forman personas. Este artículo tiene como propósito retratar y rendir homenaje al profesor César Augusto Quintero Buriticá, uno de esos formadores cuyo magisterio —ejercido tanto en el aula como en el acompañamiento académico— ha dejado una marca indeleble en quienes hemos tenido el privilegio de compartir su pensamiento. Filósofo de formación, profesor universitario, director del semillero Kairós y académico comprometido con la enseñanza, su trayectoria intelectual se ha caracterizado por una constante inquietud ante las injusticias sociales y por la búsqueda de caminos de transformación política desde posiciones críticas y emancipadoras.
Para quienes lo conocen o han recibido clases de él, posiblemente han sentido una gran intriga con respecto a sus pensamientos o ideologías, cómo puede entender lo social y lo político, entre otras cosas. Para esto, uno se puede hacer muchas preguntas, pero quizás la más cercana para saber cuál es el pensamiento de alguien es, ¿cómo sería tu sociedad ideal? ¿Por qué esta pregunta resulta ser la más idónea?, porque la ideología posee un carácter vaticinador, prescriptivo y proyectivo. Como plantea Paul Ricoeur, influenciado por Jacques Lacan, en su obra Ideología y Utopía (1994), la ideología se articula con lo imaginario, lo simbólico y lo real.
(i) Lo imaginario representa una fase preedípica —según el psicoanálisis freudiano— en la que se constituye el yo a partir de una imagen ideal y unificada de sí mismo. Desde la perspectiva lacaniana, se trata de “un espacio dialógico, en tanto lugar de la intersubjetividad del ‘nosotros'” (Cortez, 1972, como se citó en Alfaro, 2008, p. 154), lo que remite a la noción de integralidad del yo.
(ii) Lo simbólico corresponde a la fase edípica, momento en el cual el individuo introyecta las normas sociales como parte de su conciencia moral. Esta fase implica una transformación del plano imaginario, ya que para asumir una moralidad es necesario incorporarse a un sistema de significaciones. Como señala Lacan, “lo simbólico es el mundo de las palabras, el cual crea el mundo de las cosas. Lo simbólico es una conciencia que se representa a sí misma de modo absoluto” (Lacan, 1972, como se citó en Alfaro, 2008, p. 155).
(iii) Lo real es aquello que se encuentra fuera del sujeto. Es “el espacio de una verdad que está oculta y es inaccesible al individuo simbolizado, por cuanto la verdad es dialógica y lo simbólico, monológico. Lo real es un sedimento producto de la socialización, que no es socializable, es decir, codificable” (Alfaro, 2008, p. 155).

Ricoeur plantea “que la conjunción de estas dos funciones (ideología y utopía), opuestas o complementarias, tipifica lo que podría llamarse la imaginación social y cultural” (1994, como se citó en Alfaro, 2008, p. 155). Tanto la ideología como la utopía se sitúan en el ámbito de lo imaginario, espectro en el que cumplen un papel fundamental en la construcción identitaria. Estas desempeñan tres funciones principales: deformadora, legitimadora e integradora.
(i) La función deformadora alude a la capacidad de la ideología para generar una dicotomía entre la realidad y su representación. En este sentido, la ideología puede distorsionar la percepción del mundo al presentar una imagen alterada de lo real. Ricoeur sostiene que “lo material y lo real son exactamente sinónimos, así como lo son lo ideal y lo imaginario” (Ricoeur, 1994, p. 156), lo que resalta la tensión entre lo que es y lo que se proyecta desde la ideología.
(ii) La función legitimadora tiene como propósito principal sustentar la autoridad sobre un marco de pensamiento. Esto se logra, según Ricoeur, al “agregar cierta plusvalía a nuestra creencia a fin de que nuestra creencia pueda satisfacer los requerimientos de la autoridad […]; consiste en llenar la brecha de credibilidad que existe en todos los sistemas de autoridad” (Ricoeur, citado en Alfaro, 2008, p. 157). Así, la ideología actúa como un mecanismo que consolida estructuras de poder mediante la aceptación simbólica de su legitimidad.
(iii) Finalmente, la función integradora contribuye a la formación de una identidad colectiva. Según Alfaro (2008), “la ideología y la utopía permiten la elaboración y representación de un Nosotros, en donde la legitimidad contractual cede a la legitimidad asociativa, dando lugar al establecimiento de comunidades (Gemeinschaften)” (p. 158). Esto implica que tanto la ideología como la utopía posibilitan la construcción de un sentido de pertenencia a un grupo o comunidad, a través de la adopción de creencias, valores y símbolos compartidos y socialmente validados.
Frente a lo expuesto, otro marco conceptual prudente y plausible a esta comprensión de lo que es la ideología resulta ser el de Michael Freeden (1994). Con ello, se entiende que la ideología es una composición morfológico-conceptual que se ordena a partir de la centralidad, la adyacencia y la periferia de las categorías subyacentes en el pensamiento. De esta forma, los conceptos centrales son aquellos en los que se sitúa la motivación y los principios neurálgicos en el pensamiento y todo su andamiaje categórico. Respecto a los conceptos adyacentes, se puede decir de estos que son los que moldean la direccionalidad de los conceptos centrales; es decir, son aquellos que permean de identidad a los conceptos centrales a través de la clarificación semántica y la adición de características distintivas al razonamiento. Como último, los conceptos periféricos son la dimensión práctica que, a su vez, contiene la idiosincrasia y especificidad en el actuar frente a contextos cambiantes; básicamente, son conceptos que no buscan desentrañar la substancia sino la praxis al interior de todo el engranaje conceptual.
Adicional a lo anterior, autores como Andrew Heywood (2021) han complementado esta visión de la ideología a través de explicar la forma en la que algunas ideologías (principalmente las nuevas) también pueden darse en función de ser una amalgama de varias ideologías o en las que su centralidad conceptual es una ideología ya existente que, en su adyacencia y periferia, nutre, adiciona o distingue sus posturas. A esto, Heywood le atribuyó el nombre de cross-cutting o ideologías transversales. Con ello, Heywood, muy similar a Ricoeur, comprende las dimensiones visionales de la ideología en tres partes, la primera, la descriptiva o epistémica, ofrece una visión explicativa de la realidad social y su presente. La segunda, la prescriptiva, que muestra una visión ideal de la sociedad futura que dé evidencia de las soluciones a las fallas propias del presente. Y la tercera, la dimensión transformativa, que brinda un marco de actuación en la que se establecen los lineamientos para transitar de lo explicativo a lo axiológico, es decir, las acciones que construyen esa sociedad que debería ser.
A partir de los elementos teóricos expuestos, este artículo se propone realizar una breve exploración sobre cómo sería la sociedad ideal del profesor Quintero y, en consecuencia, qué tipo de ideología podría corresponder —o aproximarse— a sus principios y aspiraciones sociopolíticas. Más que identificar un sistema cerrado de pensamiento, se trata de indagar si existe alguna ideología que responda a sus exigencias críticas, emancipadoras y humanistas, o si más bien nos encontramos ante un horizonte social que resiste la clausura doctrinal. Esta reflexión, además, permite analizar las tensiones y dificultades inherentes a toda tentativa de materialización de una ideología en contextos marcados por la desigualdad, la hegemonía y la fragmentación social.

Para empezar, toda ideología, en su sentido más profundo, implica un distanciamiento crítico con respecto al presente (como ya anunciaba Heywood con respecto a la dimensión prescriptiva); formula una pregunta esencial sobre cómo podrían ser mejor las condiciones sociales, políticas y económicas existentes. En este sentido, cuando se le pregunta al profesor Quintero por su sociedad ideal, su respuesta apunta a un horizonte que logre equilibrar las demandas de reconocimiento con las medidas redistributivas necesarias para garantizar el acceso equitativo a los derechos y necesidades básicas.
A partir de esta premisa, es posible trazar al menos tres líneas analíticas para interpretar y proyectar su pensamiento: la primera, se vincula con los modelos socialdemócratas (Eduard Bernstein o Karl Kautsky y Anthony Giddens o Jeffrey Sachs) y los modelos neokeynesianos; la segunda línea, corresponde al igualitarismo con enfoque en la diferencia, desde las teorías de las capacidades de Amartya Sen y Martha Nussbaum; y la tercera, se inscribe en los marcos del progresismo socialista, especialmente a través de la justicia tridimensional de Nancy Fraser y la teoría política de la diferencia propuesta por Iris Marion Young. Estas corrientes ofrecen claves interpretativas para comprender tanto las aspiraciones normativas como las tensiones prácticas del pensamiento político del profesor Quintero.
1. Modelos socialdemócratas y neokeynesianos: la libertad y la justicia:

Desde la comprensión de la ideología como forma de mediación simbólica en Ricoeur y una dialéctica entre la descripción y la prescripción según Heywood, el pensamiento del profesor Quintero articula una visión política que desafía la falsa dicotomía entre libertad individual e intervención estatal. Al igual que en la tradición neokeynesiana de Paul Krugman y Joseph Stiglitz, su reflexión parte del reconocimiento de que las libertades no pueden sostenerse en el vacío ni garantizarse exclusivamente desde el mercado. Por el contrario, requieren un entramado institucional que las respalde, una política pública activa y una economía que no se rija por la lógica exclusiva del beneficio.
De ese modo, Paul Krugman, en su análisis de la crisis financiera de 2008, señala que vivimos un retorno de “la economía de la depresión”, la cual se entiende como los tipos de problemas que caracterizaron buena parte de la economía mundial en los años treinta, y que hoy reaparecen en nuevas formas. En este contexto, el autor advierte que “por primera vez en dos generaciones, los fallos de la economía por el lado de la demanda —gasto privado insuficiente para utilizar la capacidad productiva disponible— se han convertido en la limitación clara y actual de la prosperidad para una gran parte del mundo”(Krugman, 2009, pp. 56-57)
Frente a esta realidad, Krugman es enfático en rechazar la fe ciega en el mercado y en denunciar las “ataduras ideológicas” que impiden actuar con decisión desde lo público. “No habría nada peor —escribe— que no hacer lo que es preciso porque salvar el sistema financiero podría parecer una decisión ‘socialista’ (2009, p. 60). Para él, lo verdaderamente ideológico es negarse a intervenir cuando el bienestar colectivo está en juego. En este sentido, su pensamiento se convierte en una defensa radical de la política económica como instrumento para garantizar no solo la estabilidad, sino también la justicia y la equidad.
De esta manera, entonces, la libertad real no consiste solo en la ausencia de coerción y/o coacción, sino también en la existencia de condiciones materiales para ejercerla. Esta comprensión se expresa con especial claridad cuando el economista afirma que “los únicos obstáculos estructurales importantes para la prosperidad del mundo son las doctrinas obsoletas que pueblan la cabeza de los hombres” (p. 63). En otras palabras, el pensamiento económico no es neutro y, como efecto resultante, cuando se aferra a dogmas ineficaces, impide ver las posibilidades reales de transformación social.
Así, el pensamiento del profesor Quintero se enmarca en una tradición crítica que exige claridad intelectual y responsabilidad política. Una tradición que no teme decir que, en tiempos de crisis, la libertad y la igualdad no se contraponen, sino que se sostienen mutuamente. Es decir, la intervención estatal no es un enemigo de la libertad, sino su condición de posibilidad. Por consecuencia, las retóricas de las Ciencias Económicas y de las acciones estatales a favor de la austeridad del gasto público para luchar contra la deuda y, de la misma forma, asegurar la estabilidad de los ingresos son un oxímoron al interior de la filosofía y ética política del profesor Quintero. De ese modo, la lógica keynesiana y neokeynesiana subyacente en el andamiaje ideológico del profesor da cuenta de las formas en las que la intervención estatal tiene la capacidad de estimular el crecimiento de la demanda agregada, la oferta de bienes y servicios y los principios de distribución (conceptos clave del Hacendismo como disciplina económica):
Constantemente se nos vende la idea de que la austeridad es la única respuesta al aumento de la deuda, sin abordar nunca la realidad de que subir los impuestos a los ciudadanos más ricos y luego redistribuir esos ingresos entre la clase media y los pobres lograría el mismo objetivo, aunque con resultados sustancialmente mejores para el ciudadano promedio. (Van Heertum, 2013, p. 9)
Además, en el pensamiento del profesor subyace una defensa inquebrantable de la libertad individual, entendida no como mero derecho formal, sino como una posibilidad concreta, históricamente situada y materialmente sostenida. En su reflexión, la libertad no puede sostenerse sobre el vacío de la necesidad, ni florecer en medio de la precariedad. Así, se inscribe en una tradición crítica que, como la de Joseph Stiglitz, rechaza la disociación entre autonomía personal y justicia social. La defensa de los derechos individuales, por tanto, no puede descansar únicamente en el discurso liberal del pasado, sino que exige una intervención activa del Estado para garantizar una base de justicia económica sin la cual la libertad se convierte en un privilegio.
En esta clave, el profesor rechaza el dogma (sostenido por el liberalismo económico clásico y reavivado por las ideologías afines al anarcocapitalismo, el libertarismo y el paleolibertarismo) según el cual el mercado se autorregula y distribuye beneficios de manera justa. Como advierte Stiglitz, “los mercados por sí solos no son ni eficientes ni estables y tienden a acumular la riqueza en manos de unos pocos más que a promover la competencia” (2012, p. 4). De ahí que sostenga que el modelo neoliberal, lejos de ampliar la libertad, ha exacerbado las desigualdades, erosionado la democracia y distorsionado la noción misma de mérito. Desde esta perspectiva, el profesor concibe al Estado no como un obstáculo a la libertad, sino como su garante. Por ende, al igual que Stiglitz, cree que la intervención pública no sólo es legítima, sino necesaria para corregir los fallos del mercado, redistribuir oportunidades y sostener los vínculos sociales que hacen posible la vida democrática.
Como escribe el economista: “[e]so significa que el gobierno tiene un enorme papel potencial para corregir esos fallos del mercado […]. La economía prospera únicamente si el gobierno consigue corregir razonablemente bien los fallos del mercado más importantes.” (2012, p. 93). Esta afirmación, sin apelar a una idealización del Estado, rechaza el mito de su ineficacia generalizada. De esa forma, pone de relieve que muchos de los éxitos económicos más estables y equitativos de la historia —como la expansión del bienestar tras la Gran Depresión, la Edad de Oro y el crecimiento escandinavo— han sido posibles gracias a la acción decidida y eficiente del sector público. Desde esta visión, la libertad individual no se defiende con menos Estado, sino con mejores instituciones capaces de regular el mercado, proteger a los más vulnerables y garantizar derechos sociales fundamentales.

En su pensamiento se conjugan, así, la aspiración liberal a la libertad con la exigencia democrática de la justicia. Su crítica al neoliberalismo no busca suplantar una utopía por otra, sino señalar la paradoja de que una sociedad puede declararse libre mientras encierra a millones en la miseria. La gran pregunta contemporánea no es si debemos elegir entre mercado o Estado, sino cómo construir un orden político y económico en el que ambos operen al servicio del bienestar común.
De ese modo, otro de los referentes del constructo intelectual, ético e ideológico del académico Quintero se acerca a la idea política de la tercera vía. Idea política que fue pensada por las nuevas tendencias de la socialdemocracia de influencia inglesa —sobre todo, por el nuevo laborismo político inglés— (no muy querido por el marxismo más ortodoxo ni por el liberalismo más rígido), a la luz de intelectuales y teóricos como, por ejemplo, Anthony Giddens.
Con ello, más allá de prescribir el ideal del orden político como un mero centro o conciliación entre el laissez faire —pormenorizado por el neoliberalismo actual— y el Estado de bienestar amplio y de economía (parcialmente) planificada —enfatizado por parte de la antigua socialdemocracia—, lo que busca es revitalizar los principios y piedras angulares de la izquierda política como son, por ejemplo, la democracia, la igualdad, la comunidad, la diversidad, la diferencia, la colectividad, entre otros, a la luz de la oferta política contemporánea permeada por las economías globalizadas, la competitividad, las libertades individuales, la inversión infraestructural y el dialogismo armonioso y ecuánime entre lo público y lo privado.
Es decir, este nuevo modelo socialdemócrata, que subyace la ideología de la inspiración y motivo del artículo (el profesor Quintero), pretende que toda la praxis político-económica (tanto pública como privada) esté dada en función de luchar a favor de la sociedad (su dificultades, su pluralidad y su bienestar) y no viceversa. Por consecuencia, y como las referencias neokeynesianas ya lo anunciaron previamente, la síntesis de este equilibrio acerca de las dos ideas políticas que componen esta socialdemocracia revitalizada busca permitir el actuar individual y la garantía de este, por su puesto, a la luz de la responsabilidad colectiva y una lucha social e institucional conjunta que facilite el florecimiento decisional de los individuos:
El cultivo exitoso de la nación cosmopolita es una vía. Quienes se sienten miembros de una comunidad nacional probablemente reconozcan un compromiso con los demás dentro de ella. El desarrollo de una ética empresarial responsable también es relevante. En términos de solidaridad social, los grupos más importantes no son solo los nuevos ricos corporativos, sino también los miembros de la clase media profesional y adinerada, ya que son los más cercanos a las líneas divisorias que amenazan con alejarse del espacio público. Mejorar la calidad de la educación pública, mantener un servicio de salud bien dotado, promover servicios públicos seguros y controlar los niveles de delincuencia son aspectos relevantes. Por estas razones, la reforma del estado de bienestar no debe reducirlo a una simple red de seguridad. Solo un sistema de bienestar que beneficie a la mayoría de la población generará una moralidad común de ciudadanía. (Giddens, 1998, p. 55)
De esta forma, esta vía renovada del Estado de Bienestar busca superar la polarización ideológica entre las formas de administración. Lo anterior, con el objetivo de dar cuenta de la importancia de repensar y reconstruir el Estado y las derivas políticas de la modernidad en función de un nuevo igualitarismo, una nueva concepción del capitalismo, una nueva forma de imaginar el activismo estatal y, con ello, una novedosa ética relacional de la sociedad consigo misma.
Es por ello que la cita de Giddens enfatiza en que este dialogismo entre el derecho a reafirmar la individualidad y la responsabilidad social no solo resulta garante de las condiciones materiales, institucionales y ontológicas de la intersubjetividad, sino que, adicional, funge como un faro de alineación moral y comunitaria entre el sujeto y su entorno. Con ello, los beneficios provenientes del dinamismo mercantil, la intervención del Estado y las medidas económico-fiscales progresivas poseen la capacidad de disminuir brechas, reafirmar la diferencia y proteger los sectores más vulnerables. Esto, por consecuencia, permitiría acortar el hilo de la exclusión y las disonancias dadas a partir de diferencias sociológicas. De ese modo, el ejercicio político dejaría de ser pensado, realizado y destinado por unos pocos y se volvería un discurso, relato, narrativa e/o imaginario común del que todos harían parte.
Así, el pensamiento del profesor Quintero articula una visión política que desafía la dicotomía entre libertad individual e intervención estatal. Como en la tradición neokeynesiana de Krugman y Stiglitz, sostiene que la libertad no puede sostenerse sin condiciones materiales e institucionales que la hagan posible. Rechaza la fe ciega en el mercado y denuncia las doctrinas económicas obsoletas que perpetúan la desigualdad.
En esta línea, el profesor se inscribe en una tradición crítica que reconoce al Estado como garante de justicia y libertad reales. Su propuesta no idealiza la intervención pública, pero sí la reivindica como necesaria para corregir los fallos del mercado y construir un orden económico más equitativo. Desde esta perspectiva, la austeridad, la desregularización del mercado y una retirada ciega e incisiva del Estado resultaría una aporía cuando se trata de garantizar derechos y reafirmar las libertades al igual que el bienestar de los individuos.
Desde esta visión, la intervención estatal no niega la libertad, sino que la hace viable. Como señala Ricoeur, la justicia no puede separarse del reconocimiento, y este solo es posible cuando la política se orienta hacia el bien común. Así, la propuesta del profesor se sitúa en un horizonte ético y político en el que la libertad no se concibe como mera ausencia de coacción y coerción, sino como la posibilidad real y concreta de vivir con dignidad. Una libertad que no se ejerce desde el aislamiento, sino en el marco de una sociedad justa, en la cual el bienestar colectivo constituye la condición misma de la autonomía individual. En este sentido, la noción de libertad que el profesor sostiene no se confunde con la autosuficiencia ni con el individualismo (político o metodológico). Es una libertad compartida, situada, tejida con hilos de justicia. Una libertad que no se prescribe desde la cima, sino que se construye desde abajo, con otros, para todos.
2. Justicia social y pluralidad: reflexiones desde la función ideológica y el enfoque de las capacidades

Desde la propuesta ideológica de Ricoeur, es posible realizar una lectura crítica del enfoque de las capacidades y la justicia social formulado por Amartya Sen y Martha Nussbaum. En este marco, la función deformadora y la dimensión descriptiva de la realidad social (según Heywood) puede interpretarse como una crítica a aquellas visiones que reducen el desarrollo humano a indicadores meramente económicos o a modelos normativos universales, los cuales tienden a invisibilizar las diferencias contextuales y las capacidades reales de las personas para tomar decisiones sobre su propio proyecto de vida. Frente a esta distorsión, Sen y Nussbaum cuestionan dichas nociones y proponen una redefinición del bienestar que vincule la calidad de vida con la libertad sustantiva de los individuos para actuar, decidir y llevar una vida digna. Así, se afirma que el desarrollo no debe ser medido por los medios disponibles, sino por las oportunidades reales que tienen las personas para ser y hacer aquello que valoran.
En este sentido, se halla la función legitimadora, la cual puede observarse en el proceso de transformación e ilocución del pensamiento frente a las estructuras institucionales o políticas que han naturalizado las desigualdades bajo discursos de mérito, eficiencia o supuesta neutralidad cultural. De ese modo, desde el enfoque de las capacidades, esta función ideológica se problematiza al señalar que la garantía de los derechos no puede reducirse a su reconocimiento formal. Como sostiene Nussbaum (2005), es necesario pensar los derechos como titulaciones fundamentales que “nos brindan un punto de referencia para pensar sobre lo que realmente significa garantizar un derecho a alguien. Aquí resulta claro que tal garantía implica actuaciones afirmativas y apoyo institucional, y no simplemente detectar la falla en impedir algo” (p. 26).

La función integradora adquiere una dimensión emancipadora cuando se reconfigura en clave de justicia social. Desde el enfoque de las capacidades, esta integración no se basa en la homogeneidad, sino en el reconocimiento de la diversidad humana y en la garantía de umbrales mínimos de dignidad para todos. La pertenencia a una comunidad, en esta perspectiva, sólo es viable si se asegura una igualdad sustantiva de oportunidades que permita a cada persona desarrollar su potencial y ejercer su libertad.
En este sentido, Amartya Sen (1995) ratifica dos ideas fundamentales: la primera, hace alusión a que los funcionamientos alcanzados deben constituir el bienestar de una persona, convirtiéndose en la expresión concreta de su libertad, es decir, en sus oportunidades reales para vivir como desea; y, la segunda, enfatiza la idea acerca de que el bienestar depende directamente de la capacidad de cada individuo para funcionar, lo cual está condicionado por factores sociales, económicos y culturales. Así, este aspecto de justicia social, redefinición del desarrollo y de los derechos al interior de la composición ideológica del intelectual Quintero contribuye, en igual medida, a construir un “nosotros” plural, solidario y orientado al florecimiento humano. Uno en el que, por supuesto, cada sujeto pueda decidir libremente sobre su propio bienestar en condiciones de equidad.
No obstante, a pesar de que esta visión promueve una concepción de la justicia social sensible a la diferencia, aún es insuficiente para equilibrar de manera efectiva las demandas de reconocimiento con las medidas redistributivas necesarias para garantizar el acceso equitativo a los derechos y a las condiciones materiales básicas. Básicamente, la focalización en el reconocimiento de identidades y particularidades culturales, aunque fundamental, no siempre se traduce en transformaciones estructurales que reduzcan las desigualdades sociales, económicas, políticas y culturales. Para esta limitación, se necesitaría articular de forma más sólida las dimensiones simbólicas y materiales de la justicia, de modo que el respeto por la diversidad no sustituya, sino complemente, los mecanismos de redistribución que aseguran condiciones de vida dignas para todos.
3. Reconfiguración, legitimación e integración: un análisis ricoeuriano de la justicia tridimensional de Fraser
Para analizar la justicia tridimensional de Nancy Fraser desde la propuesta ideológica de Ricoeur y Heywood, se debe empezar por la función reformadora y/o la dimensión prescriptiva; esto, implica que hay una proyección imaginativa de nuevas posibilidades sociales. En este caso, la propuesta tridimensional de justicia de Fraser puede leerse como un intento por reconfigurar el horizonte normativo de la misma. Su crítica al economicismo del paradigma distributivo clásico permite ampliar el campo de lo justo al incluir tanto las luchas por el reconocimiento como las batallas por la representación política.
Este esfuerzo reformador promueve una visión más integral de la justicia social, capaz de responder a la complejidad de las estructuras de subordinación social. Sin embargo, desde esta misma función, se evidencia una falencia cuando la política del reconocimiento, lejos de enriquecer la redistributiva, empieza a operar de forma aislada, al promover formas de identidad cerradas que pueden convertirse en nuevos mecanismos de exclusión y estancamiento político, como ella misma identifico con las críticas hacia la política de la identidad:
[E]l reciclaje de estereotipos, el autoritarismo de la corrección política, el conformismo, el feminismo de derechas y su idea de que hay una forma correcta de ser mujer, etc. Es una tendencia problemática de la política afirmativa del reconocimiento frente a la cual hay que estar alerta e ir deconstruyendo a medida que se afirma, operando como a dos bandas. (Arribas & Castillo, 2007, p. 26)
En cuanto a la función legitimadora y explicativa, referente a la capacidad de la ideología para justificar un orden social determinado y dotarlo de coherencia simbólica, la tridimensionalidad de Fraser opera como un marco crítico que desafía las legitimaciones unilaterales del neoliberalismo tanto en lo económico como en lo cultural. Al incorporar la representación como tercera dimensión, Fraser señala cómo ciertos sujetos quedan excluidos de los procesos democráticos: “se pueden dar injusticias que tienen que ver con la falta de representación política ordinaria, en el nivel de la constitución. También puede operar en el nivel de los límites, que permiten participar a unos y no a otros. (Arribas & Castillo, 2007, p. 27). No obstante, esta función también evidencia un límite: cuando el reconocimiento se institucionaliza sin transformaciones estructurales en la redistribución ni en los modos de participación efectiva, la justicia pierde legitimidad, y la ideología progresista corre el riesgo de convertirse en un mero decorado simbólico para formas persistentes de injusticia.
Es por ello por lo que la función integradora de la ideología subsana la inconexidad dimensional. De ese modo, la visión de Fraser busca articular las distintas dimensiones de la justicia en un relato normativo común que permita a colectivos verse implicados en una lucha compartida; es decir, la articulación se produce en el momento en el que una comunidad se reconoce a sí misma a través de símbolos compartidos. Esta integración tiene un potencial emancipador, en tanto reconoce que la opresión no es unívoca, sino interseccional y multiforme. Sin embargo, cuando los reclamos de reconocimiento se fragmentan en múltiples demandas particulares que no dialogan con la redistribución ni la representación, la función integradora se debilita, lo común se diluye, y el proyecto de justicia corre el riesgo de volverse una suma de agendas disímiles, dispersas y deslavazadas. Así, la propuesta de Fraser enfrenta el desafío de evitar la fragmentación del sujeto político sin renunciar a la complejidad de sus luchas.
4. Justicia, reconocimiento y pluralidad: una mirada crítica desde Iris Marion Young

En esta línea, Iris Marion Young nos dice que si bien es cierto que la labor económica del Estado es de gran importancia, esta requiere un reconocimiento que integre de manera funcional las demandas identitarias de género, raza, clase, orientación sexual y un enfoque diferenciado de sus necesidades individuales. El equilibrio entre estos dos vértices —la dimensión económica y las reivindicaciones culturales— resulta fundamental para configurar un modelo de justicia que no anule las diferencias en nombre de una falsa neutralidad universal, sino que las institucionalice como base para una participación verdaderamente igualitaria. Como señala Young: “[l]a justicia no debería referirse sólo a la distribución, sino también a las condiciones institucionales necesarias para el desarrollo y ejercicio de las capacidades individuales, de la comunicación colectiva y de la cooperación” (2000, p. 71). Esta posición resuena profundamente con la sensibilidad crítica del profesor, cuya trayectoria intelectual ha estado atravesada por una lectura de la justicia no como homogeneización, sino como una tarea política de construcción plural e inclusiva del nosotros.
En consonancia con la función integradora, Ricoeur sostiene que tanto la ideología como la utopía permiten la elaboración de un imaginario colectivo que da sentido a la pertenencia compartida (1994). En esa misma línea, Young (2000) advierte sobre los riesgos de una noción de justicia que busque erradicar las diferencias en lugar de gestionarlas democráticamente. Así, se opone al ideal de imparcialidad abstracta que domina muchas teorías liberales. Señala que ese modelo “presume que el individuo es ontológicamente anterior a lo social”, y que “el yo auténtico es autónomo, unificado, libre y hecho a sí mismo, se sitúa fuera de la historia y de las afiliaciones, y elige su propio plan de vida por sí mismo” (p. 81). Para el pensamiento del profesor esta crítica es clave, pues desmonta la aparente neutralidad del discurso jurídico dominante y evidencia su complicidad estructural con formas de opresión. Así, el reconocimiento adquiere densidad política en tanto permite tensionar los dispositivos institucionales desde los márgenes y toda su composición.
Por eso, al igual que Fraser, Young se distancia de una política de la diferencia meramente afirmativa o estética. Su apuesta, más bien, se sitúa en una lógica relacional e interseccional, que concibe la opresión como una red estructural de mecanismos múltiples:
La opresión así entendida es estructural y no tanto el resultado de las elecciones o políticas de unas pocas personas. Sus causas están insertas en normas, hábitos y símbolos que no se cuestionan, en los presupuestos que subyacen a las reglas institucionales y en las consecuencias colectivas de seguir esas reglas. (Young, 2000, pp. 74-75)

Esta concepción ha sido especialmente relevante en el trabajo del profesor, quien no se limita a identificar injusticias como simples carencias materiales o fallas procedimentales, sino que las entiende como manifestaciones históricas de un entramado estructural de poder que opera de manera persistente en lo cotidiano. Desde esta perspectiva, la justicia no puede ser concebida como una meta técnica ni como una solución institucional aislada, sino como una práctica crítica situada, capaz de visibilizar y confrontar los dispositivos, los imaginarios y las tecnologías que configuran nuestras formas de vida, nuestras jerarquías ontológicas y nuestras relaciones de poder.
5. La enseñanza como práctica transformadora
En conclusión, el pensamiento del profesor César Augusto Quintero Buriticá constituye una contribución ética, política e intelectual de profunda relevancia para nuestro tiempo. Lejos de acogerse a doctrinas cerradas o recetas ideológicas, su postura se configura como una apuesta crítica por la libertad, la justicia y la dignidad, entendidas no como ideales abstractos, sino como principios concretos que deben encarnarse en la vida social. Su diálogo riguroso con la teoría —desde Paul Ricoeur hasta Nancy Fraser, con referencias a Amartya Sen, Krugman, Lacan o Giddens— no responde a una erudición vacía, sino a la convicción de que el pensamiento tiene la responsabilidad de incidir en la transformación de lo real.
Desde esta perspectiva, su pensamiento no busca imponerse, sino comprometerse: es un acto ético dirigido al otro, una invitación a pensar la política no como una técnica de administración, sino como un espacio para la construcción colectiva de sentidos y horizontes. Su horizonte no es la utopía que escapa, sino la imaginación de lo posible: una comunidad democrática, plural y solidaria, en la que el Estado actúe como garante de las capacidades humanas y de las condiciones para una vida buena. Es por ello que, como se evidenció en el corpus del artículo, más allá de un límite morfológico conceptual rígido y anquilosado y/o una adhesión ciega a una ideología previamente estructurada, el ejercicio de cross-cutting y transversalidad en la estructura sintáctica de su pensamiento nutren y cargan de identidad las prescripciones económicas, institucionales, sociales, culturales y políticas.
Por eso mismo, más que manifestar una ideología per se, todo su andamiaje ético-intelectual debe ser interpretado como una amalgama o una simbiosis de diferentes explicaciones, prescripciones y transformaciones. Las cuales son producto de su búsqueda incesante por conocer, por pensar, por conceptualizar y, lo más importante, por imaginar un mundo en el que los principios de democracia, igualdad y justicia sean los axiomas del existir y del convivir. Es por eso que, en un mundo marcado por la indiferencia, el desencanto y la desigualdad, la voz del profesor Quintero se alza como recordatorio de que pensar es también un acto de cuidado. Así, su legado no se limita al aula ni al texto académico: se inscribe en una ética vital que forma, interpela y transforma. Reconocer el valor de su pensamiento es, también, asumir el desafío de continuar la tarea crítica de imaginar un mundo más justo.

Entre las múltiples lecciones que nos deja su enseñanza, hay una especialmente urgente: la conciencia de que pensar por cuenta propia es un acto de libertad, y que esta libertad exige esfuerzo, compromiso y honestidad intelectual. En tiempos en los que la inmediatez y la dependencia tecnológica amenazan con erosionar nuestra autonomía, su llamado a no abdicar del pensamiento propio adquiere una fuerza ética insoslayable. Nos enseñó que formarse no es repetir, sino elaborar; que teorizar no es evadir la realidad, sino enfrentarse a ella con herramientas críticas y sensibilidad política. Esa exigencia —a veces incómoda, pero siempre necesaria— es también una forma de cuidado: un gesto de confianza en nuestra capacidad de pensar y de transformar.
Como sus estudiantes, expresamos nuestra profunda gratitud por la generosidad intelectual y humana del profesor Quintero. Su enseñanza ha sido más que una transmisión de saberes: ha sido una experiencia formativa que nos ha desafiado a pensar con autonomía, a sentir con responsabilidad y a actuar con compromiso. En cada clase, en cada texto, en cada conversación, nos ha dejado una huella indeleble: la certeza de que educar es un acto de amor político. Gracias por hacer del pensamiento un lugar seguro desde donde resistir, y por enseñarnos que la palabra —cuando nace del rigor y de la sensibilidad— puede, efectivamente, transformar el mundo.
Referencias:
Alfaro, R. (2008). El concepto de ideología en Paul Ricoeur. Revista de Ciencias Sociales, 1(119), 153-161. https://doi.org/10.15517/rcs.v0i119.10790
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